Hoy
me he levantado muy temprano. No hacía falta madrugar pero me era prácticamente
imposible dormir. Como cuando era chico: todavía recuerdo cómo la ilusión me
desbordaba cuando se acercaba el primer día de apertura de la veda de pesca. La
noche de víspera era imposible dormir: me imaginaba en el río, una trucha
enganchada al otro lado del sedal… Daba igual que al día siguiente no pescara
nada, que durante el año pescara únicamente algunas chipas y barbos… porque el
año siguiente de nuevo no dormiría la víspera de la apertura de veda
imaginándome con una gran trucha en el sedal.
Esta
noche, muchos años después, tampoco he dormido. No me desveló la ilusión de ir
al río, esa hace años que la perdí. Este año cumplo tres años sin pescar, sin
iniciar la temporada en el río y sin sacar la licencia, incluso. He pasado tres
años sin ilusión por la pesca y para mí ha sido como perder parte del brillo
que tenían la primavera y el inicio del verano.
Durante
la noche he recordado todos mis años de pesca. Los primeros años soñando con
las truchas y pescando chipas, madrillas, cangrejos. Luego por fin las truchas,
primero con cucharilla, luego con pez artificial. Más tarde, como una evolución
natural, la pesca a látigo, las primeras moscas hechas en casa. Y a devolver
las truchas al río, para desesperación de padres y amigos.
Tras
tantos buenos recuerdos empiezo a revivir mi último día de pesca, en verano del
2008 y es entonces cuando pierdo el sueño.
Es
una tarde estupenda, soleada pero no calurosa. Llego al río y veo que el viento
que ha mantenido el día fresco ya ha parado. Una tarde ideal.
Aparco
al lado de la Virgen de La Gruta y desando un tramo de río descendiéndolo por
el camino, como acostumbro. El camino se acerca mucho al río y escucho un batir
de alas: una garza que deja el río volando. Mejor, pienso. Así no me molestará
cuando pesque esa poza.
Llego
a la badina en la que normalmente entro en el río y comienzo a pescar
remontando la corriente. Todavía es pronto, el sol se mantiene alto y las
truchas no tienen actividad pero como siempre disfruto del silencio, la calma,
y por ahora no echo de menos las picadas.
Llego
a una corriente en la que el río traza una curva a la derecha y, aguas arriba,
veo la poza grande que termina disminuyendo su profundidad. Me sitúo en la
corriente y observo el río. En seguida veo la trucha. Una enorme trucha negra
que se mantiene al final de la poza moviendo su cola. Me doy cuenta de que no
está cazando, está a media agua, con un movimiento oscilante, y no sube a la
superficie. Aun así es un truchón y pruebo varias moscas. Ni caso. Me doy
cuenta de que mis lances cada vez son más cortos: la trucha está descendiendo
con la corriente, acercándose poco a poco a mí.
Dejo
de pescar y me quedo mirando la trucha. Es inútil intentar pescarla y cuando
está más cerca estiro la caña y sumerjo su punta hasta tocar la trucha que sale
disparada, casi escucho el zumbido de su aceleración. Pero sorprendentemente no
se pierde de mi vista. Se queda en mitad del río y vuelve a descender poco a
poco con la corriente. Esta vez la dejo alcanzarme y, cuando está a mi lado, me
acerco a la orilla desplazándola por mi proximidad. Estoy tan concentrado
haciéndolo que ni siquiera me sorprende que la trucha reaccione así.
Cuando estoy en la orilla tiro mi caña y sumerjo mis manos en el agua para
coger la trucha por debajo y tirarla sobre las piedras, fuera del agua. Luego
la cojo rápidamente de las piedras y, sin creérmelo, sin siquiera entender qué
estoy haciendo veo la trucha en mis manos.
Entonces
veo su cabeza. Y en lugar de sus ojos veo las dos cuencas vacías, llorando
sangre. Me quedo rígido mirando el rojo de la sangre, la expresión de esa
cabeza sin ojos. La trucha se mueve en mis manos pero la noto agotada,
entregada a su muerte. Entonces recuerdo la garza saliendo volado del río,
recuerdo también el chapoteo que me pareció hacía al dejar el río y en realidad
era la trucha que se desprendía de su pico. También recuerdo que en algún
documental vi que las garzas toman sus presas cogiéndolas de la cabeza. Decido
que la trucha no sufrirá más, hace años que no mato truchas pero tengo claro
que será peor dejarla morir.
Después
no sé qué hacer. Qué hago con la trucha. Qué hago con mi tarde de pesca. Decido
lo más fácil: recojo la caña sin soltar la trucha y vuelvo a casa.
Mi
mujer se asusta al verme llegar con el sol todavía brillando. ¿Qué te pasó? Yo
no digo nada, voy al fregadero y pongo en él la trucha. ¿Qué has hecho? ¿La has
matado? Luego lo entiende. ¿Qué hacemos con ella? Se la llevaré mañana a mis
padres. Nunca les llevé una última trucha.
Ese
día decidí no volver a pescar. Y lo he cumplido. Cierto que la veda de dos años
me ayudó pero el tercero lo cumplí sin ayudas.
Y
hoy vuelvo al río. No lo tengo muy claro, eso también he de decirlo. Pero echo
demasiado de menos andar por el río, remontar las corrientes buscando las
posturas de las truchas para intentar engañarlas. El ruido del río, del viento
de los árboles, de los pájaros... mientras ando por el río sin mirar las piedras,
la vista varios metros por delante buscando dónde lanzar la mosca que mantengo
en el aire.
No
voy a la Virgen de la Gruta, decido ir a otra zona del río de mejores
recuerdos. Aparco el coche, me pongo mis botas (nunca conseguí acostumbrarme a
los neoprenos que están de moda) y como siempre desando el río antes de empezar
a pescar, descendiendo su corriente por la carretera y después por el camino.
Me acerco a la orilla y al oír un ruido me paro y miro al cielo. Veo cómo la
garza sale volando del río, asustada por mi proximidad.
Entonces
vuelven las imágenes que me desvelaron durante la noche. La trucha herida, su
cabeza llorando sangre. Y doy media vuelta sin llegar a pisar el agua.
Regreso
hacia el coche y, mientras ando por el camino, pienso que, de nuevo, devolveré
al trastero las cosas de la pesca, quizás por más tiempo esta vez.