Estoy
asomado a un puente viendo el río. Es un río truchero, o al menos lo era, y
estoy con el cuerpo apoyado en el muro del puente mirando el agua, intentando
en vano adivinar alguna trucha. Me incorporo al escuchar que alguien se acerca.
Es un señor mayor, un anciano que rondará los 80, y se acerca con esa mirada
directa que anuncia una conversación. “Qué, hay truchas”. “No lo sé pero desde
luego no se ve ninguna”. “Con las truchas que había aquí antes. Y no sólo
truchas, también cangrejos. De joven, cuando me apetecía merendar cangrejos o
cenar truchas sólo tenía que bajar al río un rato y ahora…”
Una
conversación que se me hace habitual, previsible, con los mayores. Si no son
las truchas es el frío, ya no hace tanto como antes. O la nieve, antes caía una
nevada de 20 centímetros y la nieve duraba una semana pero ahora… O lo cara que
está la vida, que antes con 20 pesetas te ibas de farra todo el día.
Sin
embargo hoy para mí esta conversación adquiere otro significado porque viene a
mi memoria otra muy parecida en la que era yo quien, asomado a este mismo
puente, escuchaba a mi sobrino Eloy decir que no veía ninguna trucha. Yo le
señalaba las zonas de la corriente en las que solían estar antes. Y le contaba
lo diferente que era el río hace sólo 10 años, que entonces en este mismo
puente podías contar una docena de truchas sin problemas y bajar al río para
intentar pescarlas.
Recuerdo
también otras conversaciones con amigos y compañeros de trabajo: hace años sí
que llovía en otoño, se echaba a llover para el Pilar y se podía estar una
semana lloviendo. Ya no hace invierno, sólo hay unos días de frío y el resto
del invierno es una prolongación del otoño o un anticipo de la primavera. No se
puede salir de casa, una cena ya te sale por 30 euros y te clavan hasta 9 por
un cubata, ¿recuerdas que hace unos años con 1.000 pelas…? Parece mentira que
hace 15 años pudiéramos vivir sin móviles.
Entonces
me doy cuenta de que ya hablamos como el señor de 80 años cuando sin embargo
acabamos de superar la mitad de su edad. Y es que los cambios están siendo tan
rápidos que ya los apreciamos con la misma perspectiva con que un anciano
contempla los cambios producidos en toda una vida.
Porque
el anciano se ha hecho viejo viendo los cambios. Pero a nosotros la velocidad
de los cambios nos está volviendo viejos.