Y así pasa el endrino casi todo el mes de marzo: preparándose para llegar al día 21, primer día de la primavera, listo para florecer. Y es que el endrino siempre llega puntual a su cita y la última semana de marzo lo encontramos con sus ramas y espinas adornadas con pequeñas y delicadas flores blancas.
Porque es la flor del endrino la que, todos los años, nos anuncia
la llegada de la primavera.
Paseamos entre los endrinos y resulta llamativo el contraste de
sus ramas desnudas y sus amenazadores pinchos con las pequeñas, frágiles,
blancas flores. Viéndolas es fácil recordar el mismo contraste que mostraban antiguos
galanes de Hollywood: tipos serios y duros, con pose rígida y ademanes toscos pero
de mirada tierna cuando llegaba la escena de amor.
Así es nuestro endrino: lo conocemos como un arbusto rústico,
espinoso, leñoso y de ademanes tan toscos que nos daña la piel si no nos
acercamos con cuidado. O por sus frutos, sin ningún dulzor y rebosantes de
acidez y aspereza. Pero llega la primavera y nos sorprende con un gesto de
ternura que dice más que sus pinchos: sus flores blancas, tan limpias y
delicadas que atrapan sin remedio nuestra atención.
Entonces nos acercamos más, las miramos de cerca y quedamos
atrapados por ese blanco ceroso de los pétalos que le dan parecido a una
imposible flor de porcelana, tan delicada y bella que ni tan siquiera Lladró
fue capaz de imitar.
Más atención tenemos que prestar si queremos descubrir los estambres,
unos tallos también blancos y cerosos que pasan desapercibidos y ni parecen
sujetar las cabecitas anaranjadas de polen que vemos flotar sobre los pétalos.
Entre ellos, en el centro, uno o dos pistilos amarillos prestos para recoger
polen de otra flor.
Sí, nos atraen estas delicadas flores, pero no es a nosotros a
quienes dedican su blanca, limpia mirada. Son las abejas quienes perciben la
ternura en la flor de los, hasta hoy, espinosos endrinos: las vemos volar
elegantes entre las flores y caer constantemente sobre una y otra, se diría que
prendadas por la blanca mirada de nuestro duro y tosco galán.
Vemos cómo una abeja vuela de una flor a otra con las patas
traseras cargadas de polen. Luego pasa a otro árbol y sigue prendándose de una
y otra flor y, mientras acaricia las anaranjadas cabecitas de polen, deja caer
parte del que ya llevaba en los estáticos
pistilos para que la naturaleza siga su curso.