¡Ay, Dios, cuán hermosa
viene doña Endrina por la plaza!
¡Ay, qué talle, qué
donaire, qué alto cuello de garza!
¡Qué cabellos, qué
boquita, qué color, qué buenandanza!
Con saetas de amor hiere
cuando los sus ojos alza.
El libro de Buen Amor
Juan Ruiz Arcipestre de
Hita Obra del Siglo XIV
Así describía el Arcipestre de Hita a su amada Endrina. Vale, de
acuerdo que no se refería a nuestra endrina, el fruto del endrino, pero algo tendrá
para que en ella se inspirara para dar nombre a la joven viuda por cuyos amores
sufría.
Porque, cuando el Arcipestre de Hita asociaba la endrina con las
virtudes de su amor, seguro que ya antes se había deslumbrado por las virtudes
del fruto: su bonito y aterciopelado color, con ese llamativo azul que cubre su
negra piel. Su aroma elegantemente afrutado, suave en nariz pero intenso en la
boca. Y sus ya entonces conocidas propiedades digestivas que convirtieron a la
endrina en materia prima de medicinas.
Pero llama la atención que, mientras que en castellano casi
siempre nos referimos al fruto del endrino como endrina, sólo en Navarra y
alrededores, donde durante cientos de años las hemos recogido para hacer
nuestro pacharán, sus frutos son conocidos como arañones. Siempre he pensado
que esta acepción, arañón, procede directamente del uso del fruto, del
conocimiento directo de cómo es su recogida. Por supuesto me refiero a los
arañazos con que el endrino, arbusto espinoso, defiende sus frutos de quien
quiere robárselos.
Asociamos el arañón con los pinchos, con los arañazos. Y reflejamos
en su nombre tanto la rudeza del arbusto como las características agrestes del
fruto: su pronunciada acidez, su astringencia, su falta de dulzor. Porque nos
comemos un arañón y descubrimos que no sólo con los pinchos defiende el arbusto
a su fruto: también lo defiende negándole el dulzor y siendo generoso con la
acidez para que pájaros, animales y casi todos los humanos rechacen comerlos.
Menos, por supuesto, los amantes del pacharán, que siempre hemos vencido esta
estrategia defensiva del arañón para conseguir fundirlo con el anís en nuestro
rojo y dulce licor.
Y seguro que, como nosotros, también el Arcipestre conocía ese
otro lado espinoso, áspero y ácido de la endrina que bien podría haber
identificado con las respuestas ariscas con que su amada intentaba alejarlo en
el inicio de su romance. Pero también él venció ese rechazo inicial y con su
insistencia consiguió un final feliz para el cantar: “Doña Endrina y Don Melón en uno casados son”.