Estoy pasando el primer fin de semana de noviembre en la casa familiar del pueblo. Últimamente venimos menos; lo de siempre: que nos hacemos mayores, que los mayores se han hecho viejos, demasiadas ocupaciones…
Estos días de otoño se hacen muy cortos: con el cambio de hora el día dura muy poco y a las seis ya casi es de noche. Pero el pueblo también tiene sus premios: los colores rojos y tejas del otoño en los bosques, la copa de pacharán junto al fuego en la chimenea.
Me sirvo una copa de una botella de pacharán navarro que ya estaba abierta, probablemente desde el verano porque hace meses que no veníamos a casa. Por eso no me sorprende ver que también el color del pacharán es otoñal: el color rojo ya tira más hacia el teja que al cereza.
No me disgusta este color; es más, me da confianza. Me gustan las cosas naturales, las cosas que envejecen y cambian; me gusta ver que el color de las hojas que en verano eran verdes ahora enrojecen los árboles y pardean los suelos. Veo el bosque de robles y reconozco su color en mi copa: el color de la naturaleza en otoño.
Esto es lo natural. Llega el otoño y, mientras estamos macerando en el anís los arañones de la nueva cosecha, seguimos bebiendo el pacharán del año pasado. Algo teja en su color. Pero tan afrutado y amable en la boca como siempre.