Vergüenza



Hoy estoy tomando una copa de pacharán mientras veo el telediario. La verdad es que no lo veo porque me interese, lo veo porque está puesto en la televisión del bar. Y lo veo sin oírlo mientras doy pequeños sorbos a mi copa.
Me alegro de que la televisión no tenga volumen, aun así pienso que necesito el dulzor del pacharán para compensar la  amargura que me produce seguir viendo los rostros de los políticos despilfarradores. Porque son ellos mismos los que ahora nos explican qué tenemos que hacer o a quiénes tenemos que pedir ayuda para compensar el despilfarro que ellos no supieron ver, o no quisieron ver, o vieron pero permitieron.
Viendo las imágenes me siento como uno de tantos que compró su chalet en las afueras los últimos días de los años de bonanza. Una inversión inmejorable, te decían los amigos entendidos. Una locura, te decía tu mujer. Tranquila que sí que podemos, ya verás qué bien vamos a vivir con jardín y con piscina comunitaria. Los niños podrán estar todo el verano al aire libre sin gastar en sociedades deportivas. Y lo que vamos a alardear con familia y amigos.
Desde entonces sólo puedes pensar en cómo serían las cosas si no lo hubieras hecho. Habrías salido adelante sin problemas con el sueldo de tu mujer cuando perdiste el trabajo. Seguirías viviendo en una casa totalmente amueblada, no en esta casa con estanterías y trastos de saldo que tuviste que comprar cuando las cuentas no salieron bien.
Pero sobre todo no tendrías que luchar todos los días para sacudirte de encima la vergüenza con la que vives. La que sientes cada vez que vas a casa de tus padres consciente de que son ellos quienes tienen que comprar ropa cuando tus hijos dan un estirón. La que sientes cada vez que vas a casa de tus suegros porque sabes que son ellos quienes en realidad pagan la hipoteca de esta estupenda casa con jardín que ahora se ha convertido en una cárcel sin barrotes.
Peor es la vergüenza en la que te hundes cuando llegas a casa derrotado. La que encuentra tu mujer cada vez que te mira a los ojos. La que ven tus hijos cuando desvías la vista al suelo, incapaz de mantener su mirada.
Entonces ves al político en la televisión. Está anunciando el despido de los miles de funcionarios que contrató y que, ahora, al parecer no sirven para nada. Anuncia los recortes necesarios para pagar las hipotecas que él mismo firmó para el museo, el aeropuerto, las modernas infraestructuras que quedaron inacabadas y sin uso… También explica la ayuda que ha tenido que pedir al gobierno central o al europeo para pagar las nóminas y así poder llegar a final de mes. Pero ves cómo a pesar de ello él sí mira a los ojos de los suyos, de los contribuyentes, a través de la cámara.  Ves cómo él te mira y te sostiene la mirada.  Y en su mirada no encuentras ni rastro de vergüenza, casi parece orgulloso de lo que anuncia como si hubiera encontrado la solución a un acertijo.
Y piensas: si al menos yo pudiera ser como el político. Si dejara de preguntarme continuamente por qué tuve que gastar un dinero que no tenía. Si no perdiera el sueño cuando, tras imaginarme cómo podría haber sido mi vida sin firmar la hipoteca, siento el vértigo que me produce caer hasta la realidad. 
Sí, si al menos fueras como el político.
Pero no, te es imposible. No consigues sacudirte esta vergüenza y, como él hace desde la pantalla, mirar a los tuyos como si nada hubiera pasado.
Y sólo te consuela pensar que, al menos, tú no eres un sinvergüenza.