Esta
tarde inusualmente fresca de junio estoy tomándome mi pacharán en la terraza. Normalmente
en esta época me lo tomo con hielo para que el calor no lo caliente enseguida,
pero hoy me lo tomo en copa y sin hielo porque no hay peligro de que se caliente:
el verano no parece dar señal de querer llegar. Tomando un sorbo miro a mi alrededor
y veo a todo el mundo con chaqueta o cazadora, la gente que pasa por la calle
también lleva más abrigo del normal en esta época.
Pero
encuentro una señal de que el verano se acerca cuando observo cómo el aire arrastra
esos copos blancos como de nieve que siempre he considerado el anuncio del
verano: las semillas de los chopos y álamos del barrio. Y me parece curioso que
el color blanco anuncie de nuevo el cambio de estación, porque todavía recuerdo
que hace unos meses era el blanco de las flores del endrino el que nos
anunciaba el inicio de la primavera y ahora este otro blanco nos anuncia la
llegada del verano.
También
en este caso es una flor, o más bien en realidad las semillas de una flor.
Porque los chopos y álamos florecen en marzo, como los endrinos, también como
ellos antes de que broten sus hojas. Y tardan toda la primavera en producir sus
semillas que dejan caer a mediados de junio rodeadas de una pelusa blanca que
facilita su dispersión con el viento.
Y
para mí siempre fue esta la señal de que el verano ya estaba aquí. Todavía
recuerdo aquellos días de clase al final del curso en los que los últimos
exámenes se unían a los pocos días de clase que quedaban por tachar del
calendario para sumirnos en una gran excitación. Aquellos días salíamos de
clase al recreo y, en lugar de ir corriendo para ser los primeros y coger el
campo de fútbol, nos íbamos a la parte trasera del colegio donde sabíamos que
se acumulaban los copos blancos amontonándose contra la valla. Entonces les
acercábamos un mechero o una cerilla encendida para ver cómo se extendía el
fuego, convertida ahora la nieve en una especie de pólvora blanca que desaparecía
al arder.
Dando
otro sorbo de pacharán busco con la mirada alguna zona en la que se puedan
acumular los copos blancos y enseguida encuentro un rincón cercano en el que el
viento hace un remolino y ha acumulado un buen montón de algodones blancos. Y estoy
mirándolos con una sola idea en mi cabeza cuando oigo el ruido de un mechero en
la mesa de al lado: alguien enciende un cigarrillo. ¿Me puedes dar fuego?, le
pregunto. Me deja el mechero y veo su cara de sorpresa cuando me ve levantarme
y prender fuego a los copos acumulados. Tardan unos segundos en quemarse todos,
entonces me vuelvo y descubro que en la otra mesa todos miran sonriendo. Hacía
mucho tiempo que no los quemaba, les digo a modo de disculpa. Hacía mucho
tiempo que no los veíamos arder, responden ellos en lo que parece un
agradecimiento. Y entonces reconozco en su sonrisa la misma mirada de ilusión
de mis compañeros niños cuando quemábamos los copos hace muchos, demasiados
años ya.